Por Guillermo Antonio
PARTE 1
En la fría montaña alta de Hidalgo, existía un pequeño poblado pegado a la Sierra madre Oriental, Molango Escamilla se hace llamar. En el, existen aproximadamente 6 mil habitantes pero solo uno de ellos buscará hacer realidad el sueño mas exorbitante de su vida. Maclovio Delgado hacía honor a su apellido, delgado como un palo, recibir un golpe de él sería un nocaut al retador, un saco de huesos aproximadamente de 1,80 de estatura, de tez aperlada, ojos con un tono castaño claro y de pestañas envidiables por cualquier fémina reflejaban sus diversos gustos por el buen porte narcisista.
A sus casi 18 años parecía tener un gusto de cuna por el futbol, dominio innato de la pelota, quizá era magia lo que brotaba de sus piernas, muchos lo adulaban, sabían que podría llegar incluso, en algún equipo de la liga mexicana, pero para él, patear una pelota solo era un pequeño pasatiempo, él tenía otras prioridades, él estaba enamorado, él sentía cosquillas en el estómago, él tenía un amor platónico que vivía solo a dos cuadras de su casa y no era precisamente un balón.
Reprobado por incumplir sus obligaciones en el colegio, atrasado un año por su indisciplina fuera del aula y dentro del salón, Maclovio había puesto los pies en la tierra y había entendido que la invisible madurez estaba llegando poco a poco a su mente. Huérfano de padres a los 7 años, logró encontrar en su abuela una motivación. Ella, tenía un gusto peculiar, heredado por su bisabuelo, el futbol. La abuela rebobinó sus historias e instruyó a su nieto para entender y jugar el futbol, 15 años después ese trabajo se vio reflejado en Maclovio a pesar de su destreza al manejar el balón. Escurridizo, inteligente, rapaz del área, era un 9 falso tan “falso” que hacía realidad las peores pesadillas de todas las defensas que lo subestimaban, Maclovio, el chico humilde de cara bonita y sonrisa cautivadora, en su estómago volaban mariposas al igual que en su cuarto decorado por las monarcas de otoño, algo se gestaba en su profundo ser, algo no muy común, algo que le aterraba comunicar y expresar.
Maclovio soñaba despierto, veía su futuro en un estadio de futbol, su destino imaginario era Pachuca y su gloria era ser campeón, pero había algo que no lo dejaba expresarse bien en la cancha, que le quitaba el sueño y no era precisamente un gol de chilena, a dos cuadras de la casa de su abuela estaba alguien quien le aplicaba somnolencia detrás de un computador, era una sinergia cerebral, su corazón experimentaba una telequinesis, era su amor platónico.
Era un día importante, el frío viento del golfo traspasaba las montañas y hacía de Molango un verdadero refrigerador, Maclovio había quedado de verse con un compañero, era la semifinal del torneo local donde previamente él había hecho 3 goles, era la sensación goleadora y adulada de las finales de aquel lugar. Esa tarde, el futbol lo citaba con su “hermano” del alma, en contraesquina del jardín, ahí ambos amigos subían al microbús que los transportaba hasta el maltrecho y seco campo de futbol, en el camino, con la música del transporte en altos decibeles y entre los clásicos nervios previo al partido, una chispa electrizó su espalda, era la mirada de su compañero que le había avisado con una palmada en el hombro que la parada estaba por llegar.
